martes, 30 de diciembre de 2008

AYUDARLE A MARCHAR (DIARIO)

2 de junio de 1999

Miércoles (tarde)

El día 27 de Diciembre, por la mañana, cuando vi por primera vez a mi hijo después del accidente, ya sólo me encontré con su cuerpo. Vivía con respiración artificial y la actividad de su cerebro era nula. Media 1,85 m. y estirado en aquella cama parecía que tuviese más de 15 años. Su rostro no manifestaba dolor, se le veía tranquilo. En el lado izquierdo de la frente llevaba una gasa pequeña que le tapaba los puntos de sutura, tenía los párpados cerrados y amoratados, pero el resto de su cara y de su cuerpo estaban intactos. Las mismas manos, las mismas piernas, los mismos pies que yo había visto crecer centímetro a centímetro. Pero él no estaba. Le cogí de la mano y le dije que luchara, que su organismo era joven y podía superar cualquier cosa. Le pedí fervientemente que no se rindiera, que le quedaban muchas cosas bonitas por hacer. No sabía como devolverle a la vida; incluso llegué a prometerle uno de sus sueños: que le haría socio de su equipo de fútbol favorito, el Barça, cuando se recuperara. Sentada en la silla de ruedas en la que me trasladaban, le besaba la mano con toda mi ternura, con la profunda intención de devolverle a la vida. Sabía que él, aunque estaba en coma, oía mis palabras y sentía mis pensamientos. De eso no tenía duda. Su energía estaba todavía por allí. Durante aquel día fui varias veces de mi habitación a la UVI. Cuando el cansancio me vencía, mi padre, con todo su amor, ocupaba mi lugar hasta que las enfermeras le invitaban a salir.

Aquella misma noche intuí que todo iba mal, mi hijo no reaccionaba a la medicación y el tiempo jugaba en contra y acentuaba la gravedad de las lesiones cerebrales. De madrugada le dije a mi marido que estaba en la cama contigua a la mía, con dos vértebras, varias costillas y la rodilla rota, si le parecía que había llegado el momento de darle permiso a Ignacio para que se fuera. Elisabeth, nuestra querida amiga y doctora, estaba con nosotros. Nos miró y confirmó que médicamente ya no se podía hacer nada.

Pedí un ansiolítico que, sobre todo, no me diera sueño y me llevaron a la UVI. Y recordé con la mano de mi hijo entre las mías, lo feliz que me había hecho sentir, desde el primer momento que supe que estaba embarazada. Desde aquel día nunca estuve sola. Mientras él crecía en mi barriga, yo me sentía como una diosa. Fuimos cómplices desde siempre. Y hablándole sin palabras le conté lo inmensamente felices que nos hizo a su padre y a mí su nacimiento. Y de mayor, cuando entraba en casa, la alegría que sentía con sólo verle. Le expliqué que su existencia me había dado la fuerza para avanzar, aprender, amar. Me sentía la madre más dichosa del mundo mirándole. Le agradecí, con toda mi ternura, el amor que me había dado. Y le dije que se marchara, que nada le retenía, que todo había sido perfecto y podía irse tranquilo. Luis, mi marido, en una cama con ruedas, también fue a despedirse. Al cabo de unas horas, me llevaron a una sala donde encontré reunida a toda nuestra familia. El jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos nos dijo que Ignacio estaba clínicamente muerto. Nos pidió la donación de sus órganos y yo le dije que nada me reconfortaría más que contrarrestar mi dolor con la alegría de otras madres que esperaban impacientes que surgiera algún donante que acabara con el sufrimiento de sus hijos. Pero antes debía consultarlo con mi marido. Le di las gracias por todo lo que habían hecho por Ignacio. Le pregunté si consideraba que había sufrido y me dijo que desde que entró en la ambulancia podía asegurarme que no. Entonces le pedí que toda la familia y algunos amigos pudieran entrar, de uno en uno, a despedirse de mi hijo. Más de 30 personas se despidieron de él con todo su amor después de aquella reunión.

La doctora encargada de la donación de órganos vino a nuestra habitación y Luis y yo le dimos nuestro consentimiento. Me temblaron las manos cuando firme la autorización. Le rogué a la doctora que me dejara estar presente en el quirófano cuando le desconectaran. Era del todo imposible. Entendía mis sentimientos, pero no podía ser. Le pregunté si ella estaría allí. Contestó que sí. Entonces le pedí un favor: que le dijera a mi hijo, aunque fuese mentalmente, que sus padres le queríamos, que no tuviera miedo y se dirigiera hacia la luz. Eso es lo que le hubiese dicho yo, si hubiera podido estar allí, y estoy segura que ella lo hizo.

Aquellos dos días actué con la ayuda de una fuerza superior a mí, lo sé. Mi amiga Elisabeth me explicó después que parecía como si tuviera un radar; estuve serena, atenta a todo lo que sucedía y no lloré. Pero durante la madrugada de la noche que desconectaron a Ignacio, Luis y yo lloramos desconsoladamente. Mi madrina, enfermera de Bellvitge, estuvo con nosotros. Ella aguantó todo mi dolor, mi angustia, mis quejas, mi desesperanza. Ella me ayudó, 41 años atrás, a nacer y a ella le conté aquella madrugada que la vida siempre me pedía más de lo que yo era capaz. Que no podía más, que seguir suponía demasiado esfuerzo. Que estaba cansada de luchar. Su vida tampoco ha sido fácil, tal vez por eso las dos nos comprendemos. Mi madrina me quiere desde siempre. Me escuchó y me dijo que tenía que continuar y que no idealizara demasiado a Ignacio porque entonces no dejaría espacio para Jaime. Un consejo de mujer sabía.


Esto es lo que hice yo, gracias a que dos años antes tuve la suerte de leer algunos libros de Elisabeth Kübler-Ross. Un buen día pensé que si todos tenemos que morir, lo mejor que podía hacer era documentarme sobre el tema. Siempre he pensado que la información, el conocimiento ayudan a desvanecer el miedo. Nunca hubiese podido imaginar que lo que aprendí de aquellas lecturas lo utilizaría para acompañar a mi hijo. Ahora, además de darle permiso para que se fuera le diría también que no sufriera por nosotros, que aprenderíamos a vivir sin su presencia física, que la semilla de amor que él plantó en nuestros corazones florecería. Pero en aquellos momentos eso no lo sabía. Lo desconocía todo sobre la vida después de la muerte. Ahora sé que lo que llamamos muerte no existe, que la energía se transforma, pero es eterna. Y también sé que es más fácil el camino para los que se van si perciben en los corazones de sus seres queridos el compromiso de salir adelante sin ellos, cueste lo que cueste.

4 comentarios:

  1. no tengo palabras para tal semejante historia, historia que por desgracia la viven muchos padres y madres de hoy.Mi mas sincera enhorabuena por tal articulo escrito, por tener esa fuerza de voluntad tan impetuosa y por ser una madre coraje.Soy madre y creo que eso es lo mas doloroso que te puede pasar en la vida, tambien soy nieta de una mujer que perdió a su hija con 15 años de una eningitis, la unica hija que adoraba, se la arrebataron d esus manos, lloró, se retorció, cayó en una profunda depresión, pero salió adelante conla ayuda de los suyos.Así dios quiso darle una nieta que es clavadita a su hija y que tambien se llama como ella, María, esa soy yo, y mi abuela siempre me ha mirado con unos ojillos especiales, creo que recordar a su hija en mi cara es lo mas maravilloso para ella, la comprendo.Un abrazo y felicidades por tu blog, intentare consehguir tu libro

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  2. Hola María, bonita,

    un abrazo muy grande para ti y tu abuela

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  3. Querida Mercé:
    Hace 30 años, cuando tenía 17, me tocó enfrentar la muerte de dos de mis hermanos mayores en trágico accidente de tráfico. Un único árbol en 10 kilómetros a la redonda, en una interminable recta de Castilla se interpuso en su camino.
    A mí me tocó aprender en el día, a día, en el paso a paso. Mi madre tardó unos cuatro años en volver a la vida. Nunca dejé de sentir la presencia de mi hermano. Quizá fue el regalo que Dios me dio en la cuna. El ser capaz de relacionarme con mis seres queridos incluso en la distancia... aunque la muerte se interponga. Mis hermanos me han acompañado y me siguen acmpañanda siemrpe, los hermanos a los que siempre pedí consejo, siguen estando ahí, serenando mis inquietudes y temores...
    Hoy estaba buscando información para ayudar a una muy querida amiga a pasar el duelo desgarrador de la muerte de su único hijo de 6 años. Una muerte prematura en plenas vacaciones de esquí. Un viaje que todos los años yo me ocupaba de preparar con todo esmero. Sitios familiares, con un encanto especial, donde la nieve se vive con toda su cotidianeidad. Nuestro pequeño nos dejó en un paraje de ensueño... pero no es lo mismo vivir ese dolor en familia que acompañar a unos amigos. Hasta ahora me he dejado llevar por la intuición al igual que cuando murieron mis hermanos, pero me reconforta haber leído en tu post algunos de los consejos que yo le he dado a mi amiga, pero sobre todo me reconforta saber que, a veces, no se puede decir nada, que es más importante estar, escuchar, aguantar su mano, darle un sentido e íntimo abrazo...
    Un abrazo y gracias
    Inma

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  4. Inma, preciosa, sigue dejándote llevar por la intuición, es la mejor guía. Ella es el vehículo del alma y el camino más directo para ayudar y reconfortar. Confía en que sabes, porque sabes, solo tienes que permitirte recordar. Tu amiga tendrá que pasar el duelo que es un proceso de amor e iniciación, aunque duelo y mucho, como tu bien conoces.

    Un abrazo grandísmo y muy amoroso

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