Pedro Alcala en su blog, La mujer que me escucha, ha escrito una reflexión relacionada con la pregunta que Nati, la madre de Carlos, dejó aquí hace unos días en el post "El amor lo puede todo". La pregunta hace referencia a si es posible que nuestros hijos nos vean. La respuesta de Pedro la transcribo aquí y os invito a visitar su blog:
Pérdida, ausencia, se fue, nos dejó, nos lo quitaron...eufemismos de una realidad dura y seca; difícil de aceptar, de afrontar sin edulcorar: la muerte.
Hablo de mí y de los míos. Antes de la muerte de Diego, vivíamos de espaldas a la más implacable de las realidades: que nuestra vida puede cambiar de forma irreversible en unas décimas de segundo y perder lo que más amamos. No estábamos preparados para ello. A veces pienso que ha sido debido a la falta de una creencia religiosa sólida, en la que encontrar respuestas y en la que refugiarnos, por lo que nos ha resultado tan duro este trance. Y no quiero decir con ello que para quienes profesen alguna fe el transito por el dolor sea más llevadero, no lo creo en absoluto, pienso que perder a quienes amamos es desolador en cualquier circunstancia. Pero, en mi caso, precisamente no haber podido contar con ese inapreciable asidero, es la razón que me hace valorarlo tanto; lo considero un hermoso tesoro para quienes lo tengan. ¡Lo he echado tanto a faltar en tantos momentos! Por ello busqué y exploré en mi interior con todos los recursos espirituales de que disponía, pero no lo encontré.
Y hoy me alegro de que así fuera: de haber avanzado de este modo, a secas, sin más sostén que el amor a los míos y a la vida, a la fuerza de la determinación que me da el compromiso inicial con mi Diego ausente. Hoy tengo el pálpito de que también se puede superar la muerte de un hijo sin más fe que en tu derecho a reconstruirte y vivir.
Desde esta base, en apariencia árida y desoladora; "desangelada" y sin esperanza, he partido para reconfigurar mi nueva normalidad. Y puedo afirmar que no tengo ninguna sensación de abandono. Diego me acompaña. Me intuyo en el buen camino para conseguirlo: aceptar y afrontar el dolor.
Y no me siento abandonado porque mentiría si afirmo que mi proceso ha evolucionado por completo de este modo; que he trabajado mi duelo desde la más absoluta desesperanza respecto al destino de Diego tras su muerte. Es cierto y me ratifico en mi falta de creencias convencionales. De que ha predominado mi perfil más racional sobre cualquier otro durante gran parte de mi proceso de duelo. Pero aún así, al igual que tantos dolientes con los que he tenido la oportunidad de intercambiar experiencias en persona, yo también he vivido algún que otro hecho sorprendente que ha mantenido viva la esperanza en mi corazón; la esperanza de que Diego se encuentra bien y en un lugar mejor. Hechos tangibles, irrefutables, físicos, sujetos por supuesto a interpretación, pero inexplicables mediante la razón. Sucesos que ponen más en duda el arbitrio del azar, por improbables, que la audaz creencia en un más allá. Episodios a los que dediqué un capítulo, Las señales, en La mujer que me escucha. Hace unos días, en el blog de Mercè Castro, Cómo afrontar la muerte de un hijo, Nati, una lectora, valiente, lanzaba nuestra gran pregunta al mundo: (…) “Mi gran pregunta es: ¿Tú, Carlos, me puedes ver? Todo en mí ronda sobre esta pregunta, y en qué puedo hacer yo para hallar la respuesta. Me gustaría que alguien me contara si ha tenido algún encuentro con un ser querido fallecido”. De esto hace ya dos semanas y nadie le hemos dado una sola respuesta. Yo quise y no supe, ni sé qué decir. Y es que creo que la única respuesta válida es propia y personal, que nace, si es que así se desea, de nuestro interior. De poco sirve lo que otros nos cuenten.
No obstante, por si a alguién le sirviera, os cuento (aunque de esto no se habla) uno de los sucesos que sustentan mi esperanza.
Mi relación con Diego y el estudio del idioma inglés era estrecha y muy especial. Pasé en poco tiempo de ayudarle en sus estudios a que él fuera, a sus diez años, quién me tomara la lección y corrigiera. El mismo día de la muerte de Diego, al regresar desolado del hospital, entré en su habitación y me planté en el centro aturdido y absorto mientras la recorría con la mirada, sin tocar nada. Era un acto íntimo, por ello me salí al entrar Teresa. Oí un golpe seco y, al rato, salió Teresa y me contó conmocionada que el diccionario de inglés se había caído solo de la estantería, sin que ella lo hubiera tocado. He estudiado después innumerables veces la posibilidad de vuelco de aquel diccionario que sobresalía apenas un centímetro del estante y tiene 10 cm de base y el espesor y el peso de un diccionario Collins de tamaño medio, y he concluido que es imposible que lo hiciera por si solo, de hecho, ni tirando de él lo consigo con facilidad. Hay expertos que sostienen teorías sobre las alucinaciones de pena. Yo, como siempre, no descarto nada, pero la caída del diccionario de Diego fue un suceso real, físico y palpable, pues hubo que recogerlo del pupitre y retornarlo a su sitio. Sin lugar a dudas no fue fruto de una alucinación. A partir de aquí, todo es interpretable, y nosotros quisimos que fuera una señal, un guiño cómplice de Diego, nuestro ángel, para decirnos que se encontraba bien en algún otro lugar y alimentar así nuestra deshecha esperanza. ¿Qué daño puede hacer la ilusión?
Pero aún así, desde mi agnosticismo y perfil marcadamente racional, no he querido buscar fuera de mi corazón. Consciente de que ninguna de estas señales ha trascendido jamás del plano de la interpretación al de las certezas demostrables, mi instinto me ha pedido siempre cautela para no caer en las manos de videntes, médiums y embaucadores que no nos llevan más allá de la ansiedad, confusión, oscuridad, engaño, ruina y desaliento. Consecuente con ello, he preferido aguardar paciente a que estas sutiles señales aparezcan por si solas y atesorarlas para combatir los días negros de la desesperación.
Es por ello que no me cuesta nada creer e ilusionarme cuando un lector escribe:
EL HOMBRE QUE NOS HABLA
No creo que aquello ocurriera para que se escribiera un libro. Simplemente sucedió, y le sucedió a una familia que hizo posible que al final se pudiera sacar algo positivo.
Cuando, desafortunadamente, otros vuelvan a pasar por parecida situación, alguien, afortunadamente, podrá recomendarles la lectura de 'La mujer que me escucha'.Y entonces, Diego, donde quiera que se encuentre, se acercará al recién llegado, le dará un codazo y le dirá: - ¿Sabes quién escribió ese libro que tu familia está devorando? - No, pero debe ser guay, les está ayudando mazo. Y entonces, la cara de Diego se iluminará de orgullo al decir: “Pues fue mi padre”. Manuel Cosmen