La añoranza, el deseo de abrazar a nuestros hijos es tan intenso que a veces resulta casi insoportable. Es así. Pero en el fondo sabemos que, aunque nada es igual y no podemos abrazarles, ellos existen. Los científicos dicen que la energía no se crea ni se destruye, se transforma. Y eso, en nuestros momentos claros, lo sentimos a flor de piel. En esos momentos mágicos es posible escuchar una vocecita en nuestro interior que nos susurra que el amor es indestructible, que no solo contamos con las horas, los días, los años que hemos pasado aquí, juntos, también tenemos un futuro por compartir. No es como nos lo habíamos imaginado, no, ¡pero puede ser tan hermoso! En los inicios del duelo, tal vez de poco sirve lo que digo. Es con paciencia y tiempo que la certidumbre se impone. Hace doce años que se fue Ignacio, ha tenido que pasar mucho tiempo para sentir lo que siento. Al principio, ¡pesaba tanto el dolor! ¡El cambio era tan sórdido y brusco! Tarda mucho el alma en asentarse después de un golpe así. Mucho. Durante ese largo recorrido que es el duelo nos toca transformarnos en seres receptivos al amor, porque solo es a través de esa vibración amorosa que podremos sentir a nuestro lado a nuestros hijos. Llega un día en que volvemos a caminar juntos, ellos en su plano, siguiendo su destino y nosotros aquí, siguiendo el nuestro, pero tan unidos como antes. Merece la pena perseverar, merece la pena crear amor y armonía, en vez de tirar la toalla y dejar que poco a poco se consuma nuestra vida. Hay que vivir intensamente la tristeza hasta agotarla con la esperanza puesta en renacer, en volver a sentir la alegría de vivir. Cuanto más la siento, más feliz y contento percibo a mi hijo. Más me parece que le honro. Nosotras, que sabemos bien qué es querer estar muerta, decidimos volver a la vida por amor, por el amor que sentimos por ellos, por el amor que aprendemos a sentir, despacio y con esfuerzo, por nosotras mismas.