Estos días he estado leyendo un libro precioso “Una cadira buida”, de Emi Armengol, una madre a la que se le murió su hijo menor de accidente, hace unos años. Está escrito y publicado por Pagès editores en catalán. Lo recomiendo, transmite un amor y una fuerza serena que llega al alma. Las palabras de Emi, sus sentimientos, resuenan en mi corazón y me acompañan. No nos conocemos y, sin embargo, me siento unida a ella como me ocurre con otros padres que han aparecido en mi vida desde que murió Ignasi. Es gratificante comprobar lo bien que sienta compartir conocimiento y emociones. La escritura es una forma eficaz de hacerlo, pero no la única. Hay muchas maneras de comunicar lo que sentimos, de ofrecer a los demás la experiencia de lo vivido. Incluso, a veces, la sola presencia de determinadas personas, aunque estén calladas, es un bálsamo para los que la rodean. Suele ser gente de mirada luminosa y cálida, quizá porque sus ojos conocen la oscuridad.
martes, 31 de mayo de 2011
miércoles, 25 de mayo de 2011
EL AMOR LO PUEDE TODO
El 8 de junio nació mi hijo Ignasi, ahora cumpliría 28 años. Se fue a los 15. Murió de accidente y, desde el mismo instante de su partida, nuestra vida dio un vuelco. Los tres primeros meses me sentí vacía, hueca por dentro, una sensación que nunca había experimentado antes, dificilísima de explicar. Me sentía desgarrada, como si me hubiesen arrancado la vida. Ese vacío iba unido a un dolor profundo que fue cogiendo fuerza y nubló mi conciencia durante al menos dos años; yo no era yo, nada era lo de antes, me parecía estar en otra galaxia, en un planeta lejano, peligroso y desconocido. Sin embargo, durante este tiempo, de vez en cuando, la niebla daba paso a destellos de amor en estado puro, también desconocidos para mí hasta entonces. Es cierto que yo los buscaba como agua en un desierto, pero también es cierto que eran reales porque llenaban mi corazón de una alegría serena. No me refiero a nada místico o extraordinario, no, al contrario, los solían provocar pequeños hechos de la vida cotidiana en los que antes no reparaba; la calidez de unas palabras cariñosas, la sonrisa de un niño que me cruzaba por la calle, el agua del mar, al encontrarme, al girar una esquina, un rayo de luz que iluminaba un balcón con geranios… Y, sobre todo, al descubrir que el amor que me unía a Ignasi continuaba. A medida que esta certeza ha ido inundando mi alma el dolor ha ido disminuyendo hasta quedar en nada. No puedo verlo pero puedo seguir queriéndole y percibo con intensidad su cariño. Con esto, ahora, después de muchos años de vaivenes, me basta. Ignasi está en mí y su amor me acompaña. Es algo parecido a cuando estaba embarazada. Hace 28 años que vivo con el amor que siento por mi hijo. Ese sentimiento es tan fuerte que ha ido más allá de lo que llamamos muerte. Eso para mí ha sido una revelación extraordinaria, no un acto de fe, una verdadera constatación. Ahora sé que el amor lo puede todo y, sí, tengo días de nostalgia y otros me peleo con la vida y conmigo misma y a menudo me contradigo, pero sé, a ciencia cierta, que el amor lo puede todo. También sé que el amor del que hablo nace de dentro y sintoniza con el amor de fuera. Ese amor que está en todas partes y la mayoría de las veces no vemos. En los momentos malos es preciso parar, sincerarnos y buscar en silencio qué nos impide amar y, aunque cueste creer, no es la muerte de nuestros hijos, no. Son otras cosas, cada cual las suyas. Son esos miedos íntimos los que nos impiden amar.
sábado, 7 de mayo de 2011
CÓMO ENCARAR EL DUELO
Hace unos días leí en una entrevista, que la periodista Cristina Jolonch realizó al psiquiatra Rojas Marcos, la siguiente frase: NO SE APRENDE DEL SUFRIMIENTO, SINO DE LA LUCHA POR SUPERARLO. Me llegó al alma porque a mi me parece que resume la forma sanadora de encarar el duelo.
El sufrimiento por la muerte de un hijo es inevitable, duele mucho la pérdida de un ser al que le hemos dado la vida y adoramos. Es más fácil morir que aceptar seguir viviendo después de un golpe así. Es cierto, pero si decidimos luchar, las posibilidades de aprendizaje, de aumentar nuestra fortaleza interior son enormes.
A los padres que se nos ha muerto un hijo la vida nos pone en una situación límite: o luchamos contra viento y marea o nos hundimos. No hay más. Si decidimos no tirar la toalla, naufragamos durante mucho tiempo pero, entre medio, vamos creando recursos que no solo nos permiten salir a flote, también nos serán útiles para afrontar nuevas tempestades. Nuestro esfuerzo ilumina a nuestros hijos vivos y muertos y, por qué no decirlo, a toda la humanidad. Porque todo ser humano que supera una prueba personal enorme, sea la que sea, abre un camino de esperanza para los demás.
En cambio, si no luchamos, el riesgo de dar vueltas alrededor del dolor sin avanzar un paso es grande y, con el tiempo, el desgaste va a ser tan extraordinario, la debilidad emocional tan grande, que cualquier revés, por pequeño que sea, probablemente se convierta en una montaña insuperable que, inevitablemente, nos remita a la angustia y desespero del inicio. ¿Pero contra qué o quién hay qué luchar? A mi entender la del duelo es una batalla que nos enfrenta a nosotros mismos y esa es la más difícil de las batallas. Si nos empeñamos en dirigir la rabia contra alguien o contra la vida misma estamos errando el tiro. Nosotros, como seres humanos, solo tenemos la libertad de transformarnos a nosotros mismos. Las circunstancias son las que son, pero todos tenemos la capacidad de inventar infinitas maneras de encararlas. Esa creatividad es un don que, incluso, ha permitido a algunos salir con vida de un campo de concentración.
Para mi la travesía del duelo consiste en soltar miedos y adquirir confianza. Morir vamos a morir todos, la diferencia, lo que da sentido a la vida, está en morir con el corazón desolado y seco o repleto de gratitud y amor.
domingo, 1 de mayo de 2011
ACEPTAR A NUESTRA MADRE ES EL PRIMER PASO PARA ACEPTAR LA VIDA
Si para construir un edificio sólido son necesarios unos buenos cimientos, para crear una vida amorosa es necesario aceptarnos a nosotros mismos y a la propia vida tal como es. Y eso se convierte en una misión imposible si uno no ha hecho antes las paces con su propia madre. Cada madre hace con sus hijos lo que mejor sabe, aunque a muchos les hubiese gustado que su madre fuese distinta. Todos llevamos dentro una madre idealizada que a menudo no coincide con nuestra madre real. Es cierto, pero también es cierto que para nuestro crecimiento, para conseguir trascender nuestros límites, la nuestra es, sin duda, la madre mejor. Dicen los maestros que antes de nacer elegimos a los padres más adecuados para nuestra evolución en la Tierra. Si mi madre no hubiese sido una madre protectora en exceso, yo no me hubiese dado cuenta de la falta que le hacía a mi alma aprender a dejar que mis hijos y las personas que quiero sigan su destino. Si mi madre no hubiese sido una persona sufridora, como lo fue también mi abuela, yo no hubiese sido capaz de trascender ni un milímetro el dolor que a veces produce la vida. Ella era como era para que yo pudiese ser un poco mejor, por eso siento hacia mi madre una gratitud inmensa. Ella hizo de espejo de mis propios miedos y debilidades para que yo tomara conciencia de ellos. No solo me ha dado la vida, también me ha mostrado el camino, un acto de amor incondicional inmenso. La adoro porque ha sido mi mejor maestra y lo sigue siendo ahora que está muerta.
Aceptando a mi madre he podido empezar a aceptarme a mi misma. Me es más fácil respetarme si la respeto a ella. Cada uno es como es y ninguna vida carece de sentido, al contrario, cada padre o madre, aunque a veces nos cueste verlo, pone los cimientos necesarios para que nosotros vayamos creando nuestra vida. Depende de cada uno construir una casa acogedora o no con lo que le han dado. Los padres, como en las carreras de relevos, nos dan el testigo que más tarde nosotros pasaremos a nuestros hijos, a la humanidad, pero a la meta tenemos que llegar solos.
Aceptando la vida, entregándonos como los caballos a la carrera, trascendemos el duelo. Nadie muere antes o después de haber llegado a su meta. Hay carreras cortas, muy intensas, otras largas, de fondo, pero todas encierran alguna lección para el propio jinete. Una lección de la que podemos aprender todos.