Cuando muere alguien muy querido, como un hijo, el dolor es inevitable. Cuando murió Ignasi, me propuse vivir ese dolor intensamente. Se había muerto mi hijo y estaba dispuesta a sentir todo lo que antes había intentado esconder, eludir, tapar…Sentir siempre me había dado miedo, con la razón me manejaba más o menos bien, la mente siempre encontraba la manera de “protegerme” de las emociones comprometidas. Tal vez porque presentía mi fragilidad, me recubría de dureza hasta que llegó lo incontrolable y entonces no tuve más remedio que aceptar con humildad que nada está en mis manos, ¿para qué entonces soportar el peso de las armaduras? ¿Para qué intentar defenderme de la vida? Me quedé desnuda, en carne viva y dejé que el dolor me atravesara, sin retenerlo. El dolor duele, pero es mucho peor el miedo a sentirlo. Todos conocemos a hombres y mujeres que han pasado por lo peor y eso no les impide disfrutar de la vida. Al contrario, sus tragedias les han enseñado a valorar las pequeñas cosas y conocen el arte de convertir lo sencillo en extraordinario. Eso, creo, sólo se consigue creando lazos de amor. En las condiciones más adversas todos podemos recurrir al cariño que hemos dado y recibido. Incluso en un orfanato, un niño puede sobrevivir si encuentra la mirada amorosa de una cuidadora y la guarda en su corazón para invocarla en sus noches de soledad. Si nos agarramos al amor –y eso sí está en nuestras manos- las noches oscuras durarán poco.
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