martes, 30 de diciembre de 2008

AYUDARLE A MARCHAR (DIARIO)

2 de junio de 1999

Miércoles (tarde)

El día 27 de Diciembre, por la mañana, cuando vi por primera vez a mi hijo después del accidente, ya sólo me encontré con su cuerpo. Vivía con respiración artificial y la actividad de su cerebro era nula. Media 1,85 m. y estirado en aquella cama parecía que tuviese más de 15 años. Su rostro no manifestaba dolor, se le veía tranquilo. En el lado izquierdo de la frente llevaba una gasa pequeña que le tapaba los puntos de sutura, tenía los párpados cerrados y amoratados, pero el resto de su cara y de su cuerpo estaban intactos. Las mismas manos, las mismas piernas, los mismos pies que yo había visto crecer centímetro a centímetro. Pero él no estaba. Le cogí de la mano y le dije que luchara, que su organismo era joven y podía superar cualquier cosa. Le pedí fervientemente que no se rindiera, que le quedaban muchas cosas bonitas por hacer. No sabía como devolverle a la vida; incluso llegué a prometerle uno de sus sueños: que le haría socio de su equipo de fútbol favorito, el Barça, cuando se recuperara. Sentada en la silla de ruedas en la que me trasladaban, le besaba la mano con toda mi ternura, con la profunda intención de devolverle a la vida. Sabía que él, aunque estaba en coma, oía mis palabras y sentía mis pensamientos. De eso no tenía duda. Su energía estaba todavía por allí. Durante aquel día fui varias veces de mi habitación a la UVI. Cuando el cansancio me vencía, mi padre, con todo su amor, ocupaba mi lugar hasta que las enfermeras le invitaban a salir.

Aquella misma noche intuí que todo iba mal, mi hijo no reaccionaba a la medicación y el tiempo jugaba en contra y acentuaba la gravedad de las lesiones cerebrales. De madrugada le dije a mi marido que estaba en la cama contigua a la mía, con dos vértebras, varias costillas y la rodilla rota, si le parecía que había llegado el momento de darle permiso a Ignacio para que se fuera. Elisabeth, nuestra querida amiga y doctora, estaba con nosotros. Nos miró y confirmó que médicamente ya no se podía hacer nada.

Pedí un ansiolítico que, sobre todo, no me diera sueño y me llevaron a la UVI. Y recordé con la mano de mi hijo entre las mías, lo feliz que me había hecho sentir, desde el primer momento que supe que estaba embarazada. Desde aquel día nunca estuve sola. Mientras él crecía en mi barriga, yo me sentía como una diosa. Fuimos cómplices desde siempre. Y hablándole sin palabras le conté lo inmensamente felices que nos hizo a su padre y a mí su nacimiento. Y de mayor, cuando entraba en casa, la alegría que sentía con sólo verle. Le expliqué que su existencia me había dado la fuerza para avanzar, aprender, amar. Me sentía la madre más dichosa del mundo mirándole. Le agradecí, con toda mi ternura, el amor que me había dado. Y le dije que se marchara, que nada le retenía, que todo había sido perfecto y podía irse tranquilo. Luis, mi marido, en una cama con ruedas, también fue a despedirse. Al cabo de unas horas, me llevaron a una sala donde encontré reunida a toda nuestra familia. El jefe de la Unidad de Cuidados Intensivos nos dijo que Ignacio estaba clínicamente muerto. Nos pidió la donación de sus órganos y yo le dije que nada me reconfortaría más que contrarrestar mi dolor con la alegría de otras madres que esperaban impacientes que surgiera algún donante que acabara con el sufrimiento de sus hijos. Pero antes debía consultarlo con mi marido. Le di las gracias por todo lo que habían hecho por Ignacio. Le pregunté si consideraba que había sufrido y me dijo que desde que entró en la ambulancia podía asegurarme que no. Entonces le pedí que toda la familia y algunos amigos pudieran entrar, de uno en uno, a despedirse de mi hijo. Más de 30 personas se despidieron de él con todo su amor después de aquella reunión.

La doctora encargada de la donación de órganos vino a nuestra habitación y Luis y yo le dimos nuestro consentimiento. Me temblaron las manos cuando firme la autorización. Le rogué a la doctora que me dejara estar presente en el quirófano cuando le desconectaran. Era del todo imposible. Entendía mis sentimientos, pero no podía ser. Le pregunté si ella estaría allí. Contestó que sí. Entonces le pedí un favor: que le dijera a mi hijo, aunque fuese mentalmente, que sus padres le queríamos, que no tuviera miedo y se dirigiera hacia la luz. Eso es lo que le hubiese dicho yo, si hubiera podido estar allí, y estoy segura que ella lo hizo.

Aquellos dos días actué con la ayuda de una fuerza superior a mí, lo sé. Mi amiga Elisabeth me explicó después que parecía como si tuviera un radar; estuve serena, atenta a todo lo que sucedía y no lloré. Pero durante la madrugada de la noche que desconectaron a Ignacio, Luis y yo lloramos desconsoladamente. Mi madrina, enfermera de Bellvitge, estuvo con nosotros. Ella aguantó todo mi dolor, mi angustia, mis quejas, mi desesperanza. Ella me ayudó, 41 años atrás, a nacer y a ella le conté aquella madrugada que la vida siempre me pedía más de lo que yo era capaz. Que no podía más, que seguir suponía demasiado esfuerzo. Que estaba cansada de luchar. Su vida tampoco ha sido fácil, tal vez por eso las dos nos comprendemos. Mi madrina me quiere desde siempre. Me escuchó y me dijo que tenía que continuar y que no idealizara demasiado a Ignacio porque entonces no dejaría espacio para Jaime. Un consejo de mujer sabía.


Esto es lo que hice yo, gracias a que dos años antes tuve la suerte de leer algunos libros de Elisabeth Kübler-Ross. Un buen día pensé que si todos tenemos que morir, lo mejor que podía hacer era documentarme sobre el tema. Siempre he pensado que la información, el conocimiento ayudan a desvanecer el miedo. Nunca hubiese podido imaginar que lo que aprendí de aquellas lecturas lo utilizaría para acompañar a mi hijo. Ahora, además de darle permiso para que se fuera le diría también que no sufriera por nosotros, que aprenderíamos a vivir sin su presencia física, que la semilla de amor que él plantó en nuestros corazones florecería. Pero en aquellos momentos eso no lo sabía. Lo desconocía todo sobre la vida después de la muerte. Ahora sé que lo que llamamos muerte no existe, que la energía se transforma, pero es eterna. Y también sé que es más fácil el camino para los que se van si perciben en los corazones de sus seres queridos el compromiso de salir adelante sin ellos, cueste lo que cueste.

ARTÍCULO.SUPERAR LA PÉRDIDA DE UN HIJO

Este artículo lo escribí en el año 2002 para la "Enciclopedia de los padres de hoy. Problemas en la infancia". de Círculo de Lectores.



Nunca se está preparado para afrontar la pérdida de un ser querido, pero entre todas las muertes cercanas la más imprevisible y desgarradora es la muerte de un hijo. Para los padres resulta una de las experiencias más difíciles de la vida. Se encuentran desesperados, perdidos en un profundo desconsuelo y sin ganas ni energía para seguir viviendo. La única forma de encontrar con el tiempo un nuevo sentido a la existencia, de renacer, pasa por no rehuir el dolor, vivirlo intensamente y dejar fluir las emociones y los sentimientos.


Nuestra sociedad vive de espaldas a la muerte, como si morirse fuese algo ajeno, algo que no tuviera nada que ver con nosotros. Si alguien intenta hablar de sus inquietudes al respecto es fácil que se le considere raro, morboso, o en cualquier caso inoportuno. Esta tendencia social a eludir todo lo referente a la muerte, intentado quizá liberarse de ella, deja a menudo muy solas a las personas que viven una situación de duelo. Este tabú, si cabe, es mucho más extremo cuando se trata de la muerte de una persona joven, de un adolescente o de un niño. Por eso los padres se encuentran inmensamente perdidos. Son pocas las personas que saben qué decir y qué hacer para aliviar el dolor propio y ajeno.

Qué es el duelo

Se ha comparado a menudo el duelo con un túnel oscuro por el que es preciso pasar por muy difícil y doloroso que resulte atravesarlo. El recorrido, cuando se trata de la muerte de un hijo, suele ser largo. Siempre existirá un antes y un después y no es posible delimitar cuánto durará el dolor. Eso depende de las circunstancias y de la actitud propia de cada persona ante lo bueno y lo malo de la vida.

Durante el tiempo que dura este proceso se viven distintas fases. Durante la primera, que suele prolongarse unos cuantos meses, predomina una especie de estado de "shock". Cuesta admitir lo que ha ocurrido y el dolor resulta paralizante, sobre todo si la muerte del hijo ha sido repentina. Poco a poco, si no se rehuyen los sentimientos, el desconsuelo va desapareciendo, se recuperan fuerzas y es posible reemprender las labores y responsabilidades cotidianas.

A partir del segundo año es probable que el duelo entre en una nueva fase mucho más llevadera si se han dejado fluir los sentimientos, pero todavía se sufren altibajos; algunos días se está bien, incluso se percibe una sensación de euforia, pero a estos momentos les siguen otros en los que se vuelve a decaer, se padecen crisis de ansiedad y retrocesos y se vive todavía a un ritmo distinto al de los demás, como si se estuviera desconectado o al margen de la realidad social.

De vez en cuando es natural sentir la necesidad de "recogerse", porque en realidad se está más pendiente de lo que le ocurre a la persona en su interior que del exterior. Aunque también es normal que aparezcan al mismo tiempo ganas de relacionarse, de conocer gente nueva, de encontrar algo o a alguien que cambie la situación y nos devuelva la "felicidad". El proceso es ambivalente y cambiante porque, además, afloran durante el duelo todas las pérdidas, traumas y conflictos anteriores no resueltos. Por eso es tan necesario contar con la ayuda de un especialista, de un psicólogo o terapeuta. No es que se haya perdido la razón, es que este tipo de duelo supone un trabajo tan duro que resulta imposible realizarlo sin colaboración.

Dejar fluir las emociones

Al principio del proceso se vive un gran vacío, todo se desvanece, queda como en suspense y aparecen sentimientos de desesperanza, frustración, pena, ansiedad y confusión. También es posible que los padres sientan una sensación de injusticia insoportable y mucha rabia y enojo hacia el mundo en general y en concreto hacia las personas que no han sufrido una pérdida como la suya. Constantemente se preguntan "por qué " y es probable que aparezca un profundo sentimiento de culpa. Esta emoción insufrible y tremendamente dolorosa la suelen padecer con mayor intensidad los padres a los cuales se les ha muerto un hijo conflictivo, con problemas de drogodependencia, por ejemplo. Estos padres han pasado un calvario con su hijo en vida, y durante el duelo tienen que comprender que cada persona es responsable de sus actos, que por más que se pretenda los hijos siguen su propio camino y, en definitiva, aunque cueste aceptarlo, no es posible modificar el destino. También a las madres que les nace un hijo muerto les puede invadir la desazón de la culpa. De alguna forma se sienten responsables de lo sucedido y es probable que se pregunten qué es lo que han hecho mal durante el embarazo. No hay respuesta racional a esa pregunta. Hay niños que nacen perfectamente de embarazos difíciles o de madres poco conscientes. Cada hijo es un ser con identidad propia incluso en el útero materno, según consideran algunos especialistas.

Todas estas emociones, pasado el impacto inicial, son más profundas. Aparecen deseos de volver al pasado, de quedarse anclado en el tiempo, para evitar afrontar lo inevitable. Esto no soluciona nada, al contrario, la única manera de liberar estos sentimientos es viviéndolos, dejándolos salir sin valorarlos ni retenerlos.

Hay que afrontar todo el dolor por muy insufrible que parezca, sólo así se consigue volver a recuperar las ganas de vivir. Pero al mismo tiempo hay que estar abierto a cualquier manifestación de cariño por pequeña que sea porque si se cierra el corazón y se adopta una actitud victimista la vida se seca. Entonces todo se apaga. Y la persona se queda sola, viendo como sus hijos, su pareja y su trabajo se desmoronan.

Los hermanos: cómo ayudarles

Es posible que los niños se encierren en el dolor, que quieran llenar el vacío ocupando el lugar del hermano muerto, que intenten proteger a los padres, que adopten una actitud agresiva o victimista y que todo eso suceda simultáneamente. La mejor forma de ayudarles consiste en:

Hablarles con sinceridad. Es importante que los padres hablen con ellos de lo sucedido y expresen sus sentimientos, con palabras sencillas que los pequeños puedan entender. Sin embargo, existe la tendencia de ocultar a los ojos de los niños la muerte, en un intento de protegerles del dolor. Pero esto resulta contraproducente porque por más pequeños que sean tienen sus propios sentimientos y perciben los de los padres aunque éstos intenten disimularlos. No sirve de nada el engaño, al contrario, se sienten todavía más tristes, solos e incomprendidos.

.Dejar que expresen sus sentimientos. Si los mayores expresan abiertamente sus sentimientos, de algún modo les están dando permiso para que ellos hablen de los suyos, lloren y manifiesten su desconsuelo. Si se les permite que saquen su angustia, la herida se curará mucho antes. Hay que explicarles que después de llorar con ganas todas las personas experimentan calma y se sienten mejor.

.No magnificar al hijo muerto. Es fácil recordar sólo las virtudes del hijo que ha muerto y ponerle en una especie de pedestal. Suele ser una tendencia común, porque la añoranza es muy fuerte, pero resulta muy peligrosa para los otros hijos. Si los padres hablan constantemente de lo bueno, inteligente y guapo que era, sus hermanos se sentirán en cierto modo marginados y su autoestima resultará muy dañada.

.Proporcionarles ayuda terapéutica. La vida les ha puesto en una situación difícil y para afrontarla de la mejor manera tienen que aprender a conocerse a sí mismos. Por eso es muy recomendable que cuenten con alguien que les guíe. Un psicólogo o un terapeuta les ayudará a conectar con sus emociones y esto facilitará muchísimo su desarrollo.

.Manifestarles cariño constantemente. Al hijo que se ha ido con el amor incondicional de sus padres le basta, pero a los otros, a los que tienen en casa, si no les demuestran constantemente su cariño se apagan. Necesitan más que nunca que les abracen, que les miren, que les sonrían... Hay que ser muy comprensivos. Es muy probable que baje su rendimiento escolar. Es lógico que les cueste concentrarse, que lo que antes les divertía ahora les traiga sin cuidado, que tengan reacciones extrañas... Precisan, por parte de sus padres, mucha flexibilidad, pero al mismo tiempo no hay que bajar la guardia porque si se les deja de exigir y se les protege demasiado no se les hace ningún favor.

Proteger la relación de pareja

Muchas parejas a las que se les muere un hijo acaban separándose. Pero no siempre tiene por qué ser así. Ocurre lo mismo que cuando nace un hijo: si la pareja se lleva bien, si existe ya amor entre ellos, el bebé les une más. Si sucede lo contrario, si las desavenencias son profundas o se mantiene la relación por inercia, la convivencia se complica muchísimo. Con la agravante de que después de la muerte de un hijo nadie está dispuesto a fingir lo que no siente. La manera de salir adelante e incluso fortalecer la relación pasa por:

.Compartir el duelo. A muchos hombres les cuesta expresar los sentimientos, les han educado para que no lloren, para que no muestren su "debilidad" y mantengan siempre una actitud "combativa" ante la vida. Por eso, ante un hecho tal difícil de entender con la razón como es la muerte de un hijo, estos hombres huyen inconscientemente. Se refugian en la acción; trabajan más que nunca, llenan su tiempo con un sinfín de actividades que les impiden pensar y sentir. De algún modo intentan vivir como si no hubiese pasado nada y eso es imposible. Cuanto más intensa sea su incapacidad de afrontar los sentimientos, más sola quedará su pareja. Si la mujer no puede compartir su dolor, si se encuentra aislada y sola, es muy probable que se construya un mundo de recuerdos que gire en torno al hijo ausente. Puede ser que mantenga su habitación intacta; el armario con su ropa colgada, sus juguetes, los libros y todos sus objetos tal como estaban el último día. La atmósfera de la casa queda suspendida en el pasado y ella deambulará como una sonámbula. La brecha entre la pareja se va así ensanchando y el rencuentro se hace cada vez más inalcanzable. Por eso es tan importante compartir el duelo. Y eso pasa por llorar juntos, estar horas en el sofá, cogidos de la mano, en silencio, con la mirada perdida, pero sintiendo el calor del otro.

.Respetar las distintas maneras de expresar el dolor. En una situación así hay que avanzar juntos y, al mismo tiempo, respetar la individualidad del otro. Cada persona es un mundo y ante una pérdida como ésta responde de forma distinta. El golpe nos remite a golpes anteriores y reabre heridas mal cicatrizadas. Por eso el duelo es algo absolutamente personal, como una travesía en solitario. Y las reacciones de cada persona son imprevisibles. Cada uno hace lo que puede, no hay que juzgar. Lo que acerca al otro es la comprensión, el respeto hacia su dolor. Lo único que hay que pedirle a la pareja es que mantenga su esperanza y confíe en el amor.

.Dialogar, sin caer en los reproches innecesarios. El silencio respetuoso acompaña, pero el silencio distante separa. Durante el duelo, cada miembro de la pareja ha de intentar comunicar sus sentimientos, hablar de lo sucedido y expresa sus emociones. Pero de nada sirve reprochar actitudes pasadas. Bastante dolor sienten cada uno de los padres como para ahondar en el sufrimiento retrayendo recuerdos dolorosos, malentendidos o equivocaciones. Se trata de construir una nueva vida, no de hacer leña del árbol caído.

Vivir la muerte enriquece la vida

Con el tiempo, si el duelo ha seguido un buen proceso, se empieza a cambiar y se inicia un proceso de crecimiento personal. Se aprende a relativizar y la persona se angustia menos por cosas que antes llegaban a descentrarla. En realidad no le afectan tanto los contratiempos, porque ha aprendido, en parte, a aceptar la vida tal como es. Se gana en humanidad, flexibilidad y tolerancia, porque durante el recorrido se pierden muchos miedos. La escala de valores varía; se comienza a dar más importancia a cosas sencillas que consiguen reconfortar, como un día de sol, un gesto cariñoso de algún amigo o familiar, disponer de tiempo para estar con los seres queridos... Y se vuelve más solidarios porque le cuesta menos enfrentarse al dolor ajeno. Es capaz de ponerse con más facilidad en el lugar del otro porque comprende mejor cómo se siente una persona que sufre. Esto la fortalece y la predispone a encontrar nuevos estímulos que le ayudarán a recobrar la ilusión por vivir.

Un hijo nunca se olvida, pero con el tiempo se puede recordar sin dolor y llevarle siempre en el corazón. Muchas madres que han pasado por esta angustiosa experiencia, cuentan que sienten a su hijo dentro de ellas, como cuando estaban embarazadas. Y en momentos de intimidad suelen hablar con ellos con naturalidad y les cuentan sus deseos e inquietudes. Forman con su hijo una unidad pero, al mismo tiempo, se vuelven más accesibles a los demás. Esto no es fácil de entender si no se ha pasado por una situación así. Desde fuera podría parecer un engaño, una especie de huida de la realidad, un síntoma leve de locura. Pero no es cierto, al contrario, esas mujeres suelen ser muy auténticas, no esconden sus sentimientos y les reconforta seguir unidas a través del amor con sus hijos muertos. Ellas consiguen que siempre estén presentes en su corazón, sin que esto les impida ser coherentes y avanzar en la vida.


Dejarles partir

A veces, el proceso de duelo se inicia cuando el médico comunica a los padres que su hijo tiene una enfermedad mortal. Los niños que se encuentran en una situación así se dan cuenta de lo que les ocurre, aunque los mayores intenten disimular. Si todo el mundo hace como si no pasara nada, el pequeño se encuentra solo ante lo inevitable con la responsabilidad, además, de procurar que sus padres no se desmoronen. Es mucho menos doloroso para él poder compartir sus sentimientos, llorar con los suyos y recibir todo el amor que se merece. Cuando llegue el momento, le reconfortará mucho que los padres le den su permiso para partir, recordándole lo felices que han sido y lo cuánto que se quieren. Las familias que hablan de sus miedos, inquietudes y temores con sus seres queridos que van a morir, expresando libremente sus sentimientos, sufren menos y aceptan antes conjuntamente la pérdida.

Cómo ayudar durante el duelo

La familia y los amigos pueden ayudar mucho a las familias que se les ha muerto un hijo si están a su lado dispuestos a escuchar sus sentimientos. Agradecen mucho tener a alguien con quien hablar, sobre todo si la persona conocía bien a su hijo y es posible compartir anécdotas y recuerdos. Ayudar a alguien en duelo consiste en no hacer como si nada hubiese ocurrido, en impedir que el otro exprese lo que siente, por muy doloroso que sea oírlo. Es necesario aceptar su sufrimiento, su tristeza, su añoranza, su ira y acompañarlos en silencio hasta que renazcan.



SUGERENCIAS PARA ALIVIAR EL PROPIO DOLOR


Pedir ayuda especializada.Recurrir a un profesional especializad -médico, psicólogo, psiquiatra, terapeuta- que sea de nuestra confianza o que haya sido recomendado por alguien en quien confiemos. Esto es una de las primeras cosas que hay que hacer.



Llorar. Las lágrimas consuelan el alma. Los niños después de llorar mucho suelen quedar plácidamente dormidos. Llorar es bueno y, entre otras cosas, permite en otros momentos reír.



Gritar. Es una forma de liberar la agresividad, la rabia que la situación en sí produce y si los gritos se acompañan de golpes en la cama con un palo contundente, mucho mejor.



Buscar el bienestar. No negarse nada que cause satisfacción, aunque esto al principio cueste un esfuerzo enorme. Lo más frecuente es pensar que para qué comer, si no se tiene hambre”, o “para qué ir al cine, si no importa nada. Esto es comprensible pero hay que tender a lo contrario. Comprar los alimentos que más gusten a la familia y acompañarlos con un buen vino y una mesa bien puesta. Celebrar, aunque sea de forma muy íntima, todo lo celebrable. Recuperar, poco a poco, el bienestar que proporciona leer un buen libro, escuchar música, ir a una conferencia o contemplar una exposición... Hay que intentar superar el sentimiento de negación de la propia vida. Quedarse sólo con lo malo no ayuda, es un mal negocio.



Acercarse a la naturaleza. Es una obra perfecta que armoniza. Mirar el mar, el horizonte, sentarse encima de una roca, tomar el sol, respirar hondo, andar descalzos por la arena, pasear por el bosque y abrazar a los árboles proporciona energía. No hay que desperdiciar nada que favorezca y levante el estado de ánimo.



Expresar verbalmente los sentimientos. Hablar de lo sucedido con las personas que puedan aguantar el dolor, explicar lo que se siente ayuda mucho a clarificar las emociones. Actuando así se proporciona, al mismo tiempo, a los que escuchan la posibilidad de crecer personalmente con las experiencias que se cuentan. Porque con la muerte, tarde o temprano todos tenemos que enfrentarnos.



Compartir el dolor con el resto de la familia. Hablar juntos, padres e hijos, de lo que sucede. Preguntar a los demás cómo se sienten y viven la experiencia de la muerte. Aguantar el dolor de los hijos, nunca eludirlo. Respetar sus silencios y escuchar sus angustias. Construir los puentes necesarios para que nadie se encierre en su propia burbuja, sobre todo los niños. No negar lo que sucede. Se trata de apoyar al otro para que pueda dejar fluir su estado de ánimo. No tiene por qué haber ningún tema tabú.



Ser bondadoso con uno mismo. Perdonarse, mimarse, quererse como a los propios hijos. Ofrecerse lo mejor en cada momento. ¡En realidad los humanos somos tan pequeños ante la complejidad de la vida!



Conectar con el propio interior. La introspección es intrínseca al duelo, es un tiempo de reflexión que hay que vivir a fondo. Todos los errores, todas las virtudes y todas las respuestas están en el interior de cada persona. Por eso hay que estar atento a uno mismo, sin miedo a lo que se pueda descubrir o encontrar. Es un buen momento para deshacerse del lastre que se arrastra.



No negar el estado de ánimo. Unos días se estará peor y otros mejor. Hay que dar tiempo al tiempo y dejar fluir lo que se sienta sin poner resistencia. Si la persona se levanta triste, ha que dar la bienvenida a la tristeza, sin oponerse a ella, esta actitud es un buen preámbulo para que la tristeza se desvanezca. Hay que dejar salir las emociones a su ritmo.



Confiar en que todo pasa. Esta frase de Santa Teresa es muy reconfortante: "... que nada te angustia, que nada te inquiete TODO PASA, sólo Dios no se muda y la paciencia todo lo alcanza”. Dicen que un día a Jaqueline Kennedy, al salir del coche, un viandante le reprobó a gritos su relación con Aristóteles Onnasis. Ella se quedó parada, sin decir nada, hasta que el hombre se cansó de increparla y se fue. Entonces Jaqueline le dijo a su chófer, “Ya ve, todo pasa”


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Superar el apego. Al morir un ser querido es natural sentir nostalgia, rabia o cualquier otro sentimiento. Pero preguntarse por qué se ha ido la persona” o afirmar que si estuviera aquí todo sería perfecto como antes, no conduce a nada. Los que se van de este mundo están siguiendo su camino. Y los que se quedan han de aprender a vivir sin su presencia. Ellos no son responsables de las vidas de los que se quedan, ni nadie se puede otorgar un derecho absoluto respecto a las suyas.



Buscar información sobre la muerte. Hay libros, como los de la Dra. Elisabeth Kübler-Ross, que pueden ser de gran ayuda para superar el dolor y entender mejor el proceso de la muerte. Cuanto más conocimiento se tenga sobre el tema, menos costará llegar a aceptarlo.



Conectar con el amor. Sólo si uno se permite sentir amor y solidaridad conseguirá llevar en el corazón a su hijo muerto sin angustia ni sufrimiento. Actuar con amor significa dar lo mejor de uno mismo, sin esperar nada y buscar el lado bueno de los demás y de cualquier situación que se viva. No desear nada y aceptar lo que venga, sin resignación, con conformidad, que es distinto.



Evitar fugas de energía. En la medida de lo posible es necesario alejarse de las situaciones y las personas que quitan energía. El dolor ya desgasta muchísimo por sí mismo. Por eso se debe de actuar con contundencia ante todo lo que consuma, produzca agotamiento o malestar. Hay que aprender a decir No a familiares, amigos o a los trabajos que empobrecen, en el sentido espiritual de la palabra. Es una cuestión de supervivencia. No se trata de ser groseros. Si se sospecha que los demás no lo van a entender, siempre se puede encontrar una excusa oportuna o una mentira piadosa que auxilie. Y en muchas ocasiones con la sinceridad basta.



No crear atajos para eludir el dolor. Todo lo que se intenta ignorar queda en el inconsciente y tarde o temprano resurge de forma más incomprensible y violenta.. El sufrimiento y el dolor se han de vivir a fondo, negarlos o enterrarlos antes de que desaparezcan es peor. Muchas enfermedades y no sólo la depresión severa tienen como origen una emoción reprimida. Además, tanto el dolor como el sufrimiento tienen su parte buena: humanizan y refuerzan.



Aceptar los cambios. La vida cuenta con infinidad de variables y es por definición cambiante. Nada es para siempre, todo se renueva constantemente. Este es un principio inmodificable que es preciso aceptar. Pero no basta con saber que es así, hay que comprenderlo. Toda resistencia a los cambios que la vida depara desarmoniza. Para navegar por la existencia hay que ser un buen surfista. Subirse y moverse al ritmo de las olas, de los cambios, es la única manera de llegar sin caer a la orilla. Esto implica un constante entrenamiento y contar con la certeza de que sólo cayendo muchísimas veces es posible llegar de pie hasta el final. Si no se insiste y se renuncia ante los primeros reveses nunca se aprenderá el arte de vivir.

Mercè Castro


lunes, 29 de diciembre de 2008

Libros recomendados


"Volver a vivir. Diario del primer año después de la muerte de un hijo". Mercè Castro. Editorial Integral

"Viajeros en tránsito". María Isabel Heraso

"El libro tibetano de la vida y de la muerte". Rimpoché, Sogyal. Ediciones Urano

"La muerte: un amanecer". Elisabeth Kübler-Ross. Editorial Luciérnaga

"Sanar en la vida y en la muerte" Stephen Levine. Los libros del comienzo

"La muerte no existe. El ser vive eternamente". Ciencia Cósmica. Centro de Estudios Universales.

"Un hijo no puede morir" Susana Roccatagliata. Grijalbo

"Sobre la muerte y los moribundos". Elisabeth Kübler-Ross

"Vida después de la muerte". Mary T. Browne. Ediciones Obelisco

"Déjame Llorar". Anji Carmelo. Tarannà

"Martes con mi viejo profesor". Mitch Albom. Maeva





domingo, 28 de diciembre de 2008

PRESENTACIÓN

Tuvimos un accidente de circulación el día 26 de Diciembre de 1998, San Esteban, festivo en Catalunya. En el coche íbamos Lluís, mi marido, mis hijos, Ignacio y Jaume, mi cuñada, Magda y yo. A continuación voy a transcribir dos trocitos del diario que escribí durante el primer año de la muerte de Ignacio, como presentación- las páginas de este primer diario y algunas de los sucesivos, irán apareciendo en distintas entradas de este blog-. De ese de Día de San Esteban han pasado 10 años y lo que voy a intentar aquí es compartir la experiencia que he acumulado durante este tiempo.



17 de Abril de 1999

La noche del accidente regresábamos de una fiesta especialmente entrañable. Nos habíamos reunido la familia Casals, unos 40, para celebrar la Navidad. El ambiente fue a lo largo de todo el día muy agradable. Pero el tono subió cuando Luis entregó como regalo a cada uno de sus siete hermanos un álbum de fotos familiares, que resume la historia de sus padres y la de ellos, desde que nacieron hasta que se casaron. Los Casals quedaron impresionados recordando el pasado y en el aire sólo se respiraba esa magia tan particular que desprende la ternura. Para mostrar su agradecimiento sentaron a Luis en una silla y le rodearon tirándole estrellitas doradas, mientras él lloraba emocionado. Los demás mirábamos la escena con verdadera satisfacción. Para nuestros hijos -Ignacio y Jaime- fue algo maravilloso. El regalo que durante tantos meses estuvo preparando papá era realmente un éxito, una “bomba” de sentimientos.

De regreso todo iba bien hasta que, de repente, aparecieron ante nosotros unas luces potentes que venían del otro lado de la autopista. Mientras nuestro coche daba tumbos, y yo todavía no era consciente de lo que sucedía, tuve la certeza de que mi vida estaba cambiando. Que aquello era realmente serio. Sabía que debía moverme, girar la cabeza y mirar a los niños, pero el cuerpo no me obedecía. Cuando lo conseguí, mi hijo Jaime dijo: “ mamá, dime que es un sueño, que no es verdad”. Si habla está bien -pensé- y entonces vi a Ignacio estirado, inconsciente, con la frente abierta.

Aquellos momentos fueron terroríficos. Jaime temblaba como una hoja y le dolía la mandíbula, los bomberos trataban de sacar a Luis del coche y en el suelo, en medio de la autopista estaba Ignacio con gente de la Cruz Roja que apareció enseguida, como ángeles. Yo iba de un lado a otro, como loca, sin poder ayudar a nadie. Me acercaba a Ignacio y gritaba: ¡Gran Madre, sálvalo!, sin poder cogerle ni la mano, porque al instante me iba a ver a Jaime y pasaba por delante de Luis. Hasta que las ambulancias se llevaron a los niños y me desvanecí.

En urgencias de Bellvitge me hicieron radiografías, ecografías, me cosieron la pierna.... Me dijeron que Luis se pondría bien, que Jaime evolucionaba perfectamente, pero de Ignacio no me decían nada. La angustia se apoderaba de mí, como la niebla. ¿Pero vivirá, le preguntaba a mi hermana a mi cuñada, a todos los que se acercaban? Sí mujer, tú ahora descansa y no te preocupes. Al amanecer, los médicos nos informaron que le habían operado, que había recibido un fuerte golpe en la cabeza y que tenía las mismas posibilidades de sobrevivir, que de morir. No sé como explicarlo, pero, aunque te resistas a admitirlo, una madre presiente si su hijo morirá o no. Eso no significa que luche hasta el final para salvarle, es otra cosa.

Al cabo de unas horas me permitieron ir a verle. Estaba allí, en la Unidad de Cuidados Intensivos, lleno de tubos, con respiración artificial y conectado a un monitor.

21 de Abril de 1999

Hoy vuelvo a tener la sensación de los primeros días, de cuando regresamos a casa después del hospital. Al acercarme a la ventana es como si mirara por un precipicio. La vida de la calle me da vértigo. Nada va conmigo, me es imposible identificarme con la cotidianidad, con las prisas, con los proyectos... Estoy en otro mundo, en otro tiempo, muy lejos de aquí. No formo parte de esa humanidad. Todos parecen tener algo que hacer y yo estoy anclada en mi interior, en mi desconcierto, en mi dolor.

No soy la única que se siente así. Cuando me invade la desesperación, pienso en las madres que se encuentran ahora en una UVI, en la misma situación que viví yo, presintiendo lo peor, pero todavía luchando por esa vida que adoran. Esas horas horribles en las que todavía queda un resquicio de esperanza que, inexorablemente, se desvanece poco a poco. Luego me imagino el dolor y la impotencia de las mujeres que no disponen ni siquiera de un médico o de un simple antibiótico que salve la vida de sus hijos. Son muchas, muchísimas y a todas nos une algo más que la angustia: la solidaridad. Yo sé como se sienten y ellas saben como me siento yo. Hemos compartido lo mejor y lo peor de la maternidad. Y de entre esa inmensa mayoría yo soy de las afortunadas; desde los primeros minutos mi hijo dispuso de la mejor atención médica que nuestro país - uno de los llamados del primer mundo-, dispone. Se hizo en todo momento lo máximo para salvarle la vida. Prácticamente no sufrió. No hubo descoordinación, toda la familia se volcó en nosotros y tengo la certeza de que Ignacio fue feliz desde que nació, hasta el final. Puedo sentirme mal, sí. Pero no puedo quejarme, muchas madres lo pasan peor, por muchos motivos. Lo único que podemos hacer todas es compartir esa parte tan ingrata pero tan real de la vida que es la muerte. De esa forma seguramente nos sentiremos mejor. Cuando estoy en un momento bajo yo misma me digo: “recuerda que no eres la única, deja de hacerte la víctima”. Compartir el sufrimiento me reconforta.